La vergüenza hace 37
Por: Fabrizio Casari*
El
próximo 26 de junio se cumplirán 37 años del fallo de la Corte Internacional de
Justicia de La Haya, que condenó a Estados Unidos por la guerra terrorista
contra Nicaragua y le ordenó pagar al país centroamericano 17.000 millones de
dólares en concepto de reparación. En estos 37 años Washington nunca aceptó lo
que dictaminó la máxima instancia jurídica internacional. Detrás de las
instrumentales oposiciones jurídicas, hay una verdad política: aceptar el fallo
implicaría el reconocimiento de Estados Unidos como una nación entre otras, es
decir, obligada a respetar el Derecho Internacional y las instituciones llamadas
a protegerlo. Irreconciliable con el estatuto de "excepcionalidad"
que se han asignado a sí mismos en su Constitución y en las acciones criminales
que han caracterizado sus 247 años de existencia, hechos de 231 años de guerras
y millones de víctimas sacrificadas por la afirmación de un modelo demencial,
darwiniano y excluyente.
A
quienes nos leen hoy, puede parecerles extraño que una Corte Internacional de
Justicia condene a Estados Unidos por la denuncia de Nicaragua. La narración
bíblica de David contra Goliat ayuda a la identificación simbólica, pero es, de
hecho, sólo simbólica. En el caso real, el Tribunal no tuvo más remedio que
condenar a los culpables a pagar reparaciones a los inocentes, imposible fallar
de otro modo. Condenó en Derecho la actuación de Estados Unidos en Nicaragua,
el terror criminal de un gigante contra un país pequeño e inocente.
La
historia jurídica, como siempre ocurre, es hija de la historia política, pues
no hay doctrina que prescinda del contexto en el que se aplica y de los
protagonistas y sus razones. Pues bien, queriendo dividir la historia en dos,
podemos empezar por la jurídica y pasar después a la política.
La
historia jurídica de la agresión y la resistencia se escribe en pocas fechas: 9
de abril de 1994, cuando Nicaragua presenta su demanda; 10 de mayo del mismo
año, cuando la Corte emite su primera sentencia, parcial, en la que pide la
suspensión temporal de las hostilidades norteamericanas hasta que se celebre el
juicio; 18 de enero de 1985, cuando Estados Unidos advierte a la Corte que no
participará en el fondo del asunto, desconociendo la legitimidad de la Corte en
el caso, y que no atribuirá valor alguno a la sentencia; 26 de junio de 1986,
cuando la Corte emite su sentencia definitiva, articulada en nada menos que 833
páginas.
El valor
absoluto de la sentencia y su contexto
Se trata
de una sentencia de trascendencia histórica, porque se pronuncia claramente
sobre el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y sobre las
interpretaciones expansivas del artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas,
que amplían el alcance del concepto de legítima defensa a voluntad.
El
Tribunal, por primera vez en sus 40 años de existencia, entró en el fondo de la
legitimidad del uso de la fuerza por parte de una superpotencia en su zona de
influencia y reiteró, en este caso concreto, que la tesis norteamericana,
alegando la necesidad de la intervención contra Nicaragua como auxiliar de la
guerrilla en El Salvador, no se sostenía. Porque incluso asumiendo y no concediendo
que hubiera existido tal actividad, es decir, que hubiera sido responsabilidad
del gobierno nicaragüense y no de ciudadanos individuales de cualquier país, la
agresión estadounidense fue de tal magnitud que no podía justificarse como una
reacción basada en los principios jurídicos de proporcionalidad y
razonabilidad.
Por
último, declaró culpables tanto a Estados Unidos por su actividad directa como
por la de los contras, alistados por él o por sus aliados, ya que culpó a
Estados Unidos de la génesis y desarrollo de todas las formas militares y
paramilitares en la guerra no declarada contra Managua.
Políticamente,
es hora de contar la historia a los que no estuvieron allí. Eran los años 80,
el mundo descubría el baile disco y el punk, pero Nicaragua bailaba su propia
música. Estaba construyendo un país y, tras décadas de guerrilla y 50.000
muertos, el sandinismo creía haber saldado sus cuentas con la historia. No fue
así. Estados Unidos quería arreglar el fallo de su sistema de dominación en
América: en 20 años habían perdido primero Cuba y luego Nicaragua, y El
Salvador de Duarte parecía en la cuerda floja.
El
recién elegido Ronald Reagan, actor de escaso pelo, de humor vulgar y
pensamientos groseros, decidió que, como en una mala película de las que él había
protagonizado, los buenos entrarían a saco y enterrarían a los malos, que eran
tales porque desobedecían a los buenos. Desde el momento en que asumió el
poder, impuso una serie de sanciones, aun sabiendo lo calamitosa que era la
situación socioeconómica del país. Nicaragua estaba rica de entusiasmo, pero
pobre en dólares; las arcas del Estado habían sido completamente saqueadas por
la dinastía huida y sus leales.
Precisamente
con esto contaba la Casa Blanca, pensando que la presión económica, el embargo,
el bloqueo de los préstamos, harían imposible la reconstrucción y pondrían en
jaque el ardor liberador que circulaba por las venas, por las calles y hasta
por el cielo de la nueva Nicaragua. Que, sin embargo, no pensó ni por un
momento que tendría que ceder, que renunciar a valores, sueños y proyectos que
tanto sacrificio habían costado, a cambio de relaciones de buena vecindad, que
en el idioma del filibustero anglosajón significa rendición. No bastaba con
haber luchado y ganado, había que luchar para volver a ganar.
La
guerra infame
La CIA
reclutó a los restos de la Guardia Nacional de Somoza, a los que añadió
mercenarios de todos los perímetros militares que acudieron al nuevo Eldorado
de la muerte, situado primero en Honduras y luego en Costa Rica. Comenzó una
agresión armada, flanqueada por un embargo económico que convirtió a Nicaragua
en una advertencia para quienes desobedecieran al imperio y, al mismo tiempo,
en un ejemplo para quienes quisieran resistirle.
EE.UU.
actuó en el frente político y diplomático sin ningún freno y se dedicó a
acciones conspirativas, terroristas y criminales, desprovistas de cualquier
atisbo de ética y estética del conflicto. Violaron el derecho internacional y
las propias leyes estadounidenses, financiando con drogas y armas lo que no
estaba garantizado con fondos públicos. Para ello contrataron a cárteles
colombianos y a narcotraficantes estadounidenses y nicaragüenses que se unieron
a los militares salvadoreños y hondureños en el tráfico. La alianza oscura, la
llamó en su libro el premio Pulitzer Gary Webb.
Nicaragua,
inocente de toda culpa, soportó una guerra despiadada que los gringos libraron
sin tener siquiera las agallas de declararla. Fue una guerra asimétrica porque
se libró con recursos desiguales, que no se impusieron solo porque fueron
equilibrados por un heroísmo igualmente desigual, por la sagacidad militar y
conspirativa de quienes se jugaron la vida para salvar su tierra. La Nicaragua
sandinista ofreció una lección militar a Estados Unidos y a sus bandas armadas.
Nunca, ni por un minuto, la Contra pudo tomar una ciudad, los puntos clave de
su economía y su estructura defensiva.
Desde
las montañas de Nicaragua hasta La Haya fue una batalla y Managua ganó en todos
los frentes. Retó abiertamente a Estados Unidos a responder por su política
criminal ante la más alta sede de la jurisprudencia internacional: la Corte
Internacional de Justicia de La Haya, órgano de Naciones Unidas. El sandinismo
demostró que podía cruzar el verde oliva con el negro de las togas y fue capaz
de denunciar, argumentar y convencer de sus razones. El peso político de EEUU,
su capacidad de influir en los jueces, no cambiaron la suerte de un juicio que,
como pocas veces ocurre, combinó verdad histórica y verdad procesal. El
articulado dispositivo del veredicto fue meticuloso e implacable, a prueba de
cualquier interpretación de conveniencia. Reafirmó lo que constituye la premisa
de todo testimonio: la verdad, sólo la verdad, nada más que la verdad.
Estados
Unidos, que considera la verdad como una de las peores amenazas a la
manipulación histórico-política que la ficción de Hollywood hace de sus hazañas
imperiales, no aceptó el veredicto y no indemnizó a Nicaragua. No reconocieron
el fallo de una institución jurídica internacional de la que forman parte al
más alto nivel, como es el Consejo de Seguridad de la ONU. Y es tan paradójico
como emblemático de la historia negra de Washington que es el Consejo de
Seguridad el encargado de hacer cumplir las sentencias de la Corte
Internacional de Justicia. Por lo tanto, paradójicamente, EE.UU. no reconoce al
organismo cuyas resoluciones debe hacer cumplir. Esquizofrenia imperial.
Como en
una obra pirandelliana, Estados Unidos representó dos papeles en la obra: el de
los criminales y el de quienes deberían haberlos detenido. En este oxímoron de
la justicia, en esta vergüenza ética, hay toda la cobardía y la arrogancia de
un país indigno de estar en la cumbre de la comunidad internacional, entre
otras cosas por no ser capaz de dar ejemplo de un comportamiento respetuoso con
las normas que ellos mismos han suscrito y con las instituciones
internacionales que dicen representar.
La Casa
Blanca reivindica la extraterritorialidad de su jurisdicción y de sus
tribunales, pretende juzgar sin ser juzgada. Se erige en juez inapelable de
todo el mundo sin tener derecho a ello, pero no respeta a los jueces elegidos
por la comunidad internacional que dice querer dirigir (dominar y saquear son
términos que no molan, prefieren no utilizarlos).
El
rechazo a una sentencia del Tribunal Internacional de Justicia, 37 años
después, es la negativa a cumplir con los deberes que el resto del mundo
reconoce como propios e ineludibles de una Sociedad de Naciones basada en la
convivencia entre iguales. Pero EEUU no reconoce deberes y tampoco el Derecho.
Sólo esto plantean: su dominación y nuestra obediencia. Un modelo de feudalismo
atómico que Nicaragua rechazó desde siempre y que ahora muchos más están
dispuestos a desafiar.
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