Bergoglio, la oportunidad perdida

 *Por: Fabrizio Casari*


Las palabras del Papa Francisco contra la Nicaragua sandinista han despertado estupor en unos casos, consternación en otros. En sus reiteradas declaraciones groseras y carentes de cortesía diplomática, Francisco ha ido mucho más allá de lo que permite el lenguaje eclesial, afuera del lenguaje diplomático y mucho más allá de lo que sugiere la razonabilidad. Néstor Kirchner no tuvo indulgencia con Bergoglio, y las razones que lo impulsaron a oponerse a él se reflejaron como en un espejo.

Además de proferir insultos y calumnias racistas, de las que surge francamente el trasfondo cultural que remite a historias pasadas nunca aclaradas, Bergoglio acusó al presidente Ortega de “desequilibrado”. Pero las declaraciones realmente desequilibradas parecen ser las suyas, sobre todo cuando se lanza a una temeraria y antihistórica comparación entre la Nicaragua de 2023 y la Rusia de 1917 o la Alemania de 1935. Una comparación realmente burda, carente de profundidad, impracticable en términos de texto, contexto, historia y escala. Una broma de bar más que una argumentación impregnada de sabiduría milenaria como la que un Papa debería ser capaz de sostener.

Establecer un paralelismo histórico entre la Rusia de 1917 y la Nicaragua de 2023 sólo tiene un sentido: ambas han sido revoluciones destinadas a cambiar positivamente el destino de millones de personas humildes que encontraron su redención. Pero decir que existe un posible paralelismo entre la Revolución Sandinista y la Alemania de 1935 pone de relieve dos cosas: la primera es el absurdo histórico, fruto de la reconocida ignorancia de la Iglesia, cuya piedra angular, como es bien sabido, es la superstición y el anti cientismo. No en vano, a lo largo de los siglos, el clero ha sido el enemigo acérrimo de la ciencia: sus peores enemigos fueron Galileo Galilei y Nicolás Copérnico, culpables de poner al descubierto el sistema solar y, con ello, contribuir a ridiculizar la fantasiosa narrativa vaticana del relojero inteligente.

La segunda es que se intenta, subrepticiamente, volver a plantear la comparación entre procesos de liberación como el representado por las revoluciones bolchevique y sandinista en paralelo con la mayor tragedia de la humanidad, el nazi-fascismo. Evidentemente, para la Iglesia de Roma, la liberación de los pueblos es una tragedia comparable al mal absoluto representado por Mussolini y Hitler.

Sin embargo, el Vaticano debería conocer las diferencias entre distintas fases históricas e ideologías opuestas. Si no por conocimiento académico, al menos por experiencia: la Iglesia fue enemiga implacable de la Revolución Rusa como de cualquier otro proceso de liberación de las monarquías, mientras que fue la principal aliada del nazismo. Cuando llama al nazismo, Bergoglio debería emitir una disculpa o arrepentimiento de la Iglesia por la alianza estratégica que el Vaticano entabló con Hitler y las monarquías europeas. Así que es precisamente el Papa quien debería tener más equilibrio a la hora de valorar los grandes hechos de la historia, tanto cuando produjeron la irrupción de los principios de equidad y justicia como cuando se manifestaron como inmensas tragedias.

Que Francisco no es historiador pasa, pero al menos la historia del Vaticano debería saberlo. Una historia de horror y sangre, de ferocidad y crímenes siempre impunes, una historia de opresión y represión, de ignorancia cósmica y prejuicios supersticiosos con los que ha mantenido a una parte del mundo ignorante de cualquier conocimiento científico, de cualquier ética que no fuera la de la sumisión. Bajo sus ropajes, la historia del Vaticano cuenta los mayores crímenes de la historia cometidos al levantar la cruz. Desde las cruzadas hasta la evangelización forzada de América Latina, el Papa no puede ser ignorante. Como jesuita, no puede ignorar la inquisición deliberada de su inspirador, Ignacio de Loyola. Como argentino, no puede ignorar el apoyo del Vaticano a las dictaduras militares de Videla y Pinochet, Somoza y Rios Mont, Stroessner y Banzer. El cardenal Pío Laghi bendijo los vuelos de la muerte ordenados por Massera que descargaban prisioneros torturados en el Río de la Plata. Y hoy sabe que a todo este horror se suma la impresionante cadena de delitos sexuales, así como el vergonzoso affaire histórico que probó el vínculo de negocios y dinero entre su banco – el IOR – y la criminalidad mafiosa italiana.

El Vaticano en Nicaragua

En lo específico de Nicaragua, realmente Papa Bergoglio debería medir bien sus palabras y gestos, aunque sea recordando lo que hizo Wojtyla, quien en alianza con Reagan bendijo y apoyó a los terroristas de la Contra que llenaron de horror el norte y sur del país durante años.

Las jerarquías eclesiásticas nicaragüenses fueron la dirección política y propagandística de la intentona golpista de 2018 que costó alrededor de 300 muertos y 1.800 millones de dólares en daños. Álvarez, Mata y Báez, los tres obispos que, con Brenes, dirigían la Conferencia Episcopal de Nicaragua, fueron protagonistas de ese horror: por confesión propia -entresacada de escuchas telefónicas hechas públicas- inventaron los tranques de la muerte, donde militantes sandinistas y policías eran torturados, asesinados, en algunos casos quemados vivos.

Escenificaron el engaño político y la cobardía de quienes se escudan en la e para conseguir la victoria política. Se hicieron pasar por mediadores mintiendo, porque eran la cúpula golpista. Convirtieron las iglesias en depósitos de armas, provisiones, logística de todo tipo para los golpistas y coordinaron las acciones terroristas. Las grabaciones de audio y video de sacerdotes dando instrucciones a los golpistas para ocultar el cadáver de un policía quemado vivo bajo una barricada, o de otros agitadores con sotana incitando a la guerra, han dejado una profunda huella en la población nicaragüense.

El Papa se refirió a monseñor Álvarez como un “hombre muy serio, muy capaz, al que quiero mucho”, olvidando o fingiendo olvidar el papel del obispo tanto en la intentona golpista de 2018 como, más aún, en el posterior intento de reavivar la oposición golpista en Nicaragua utilizando el púlpito eclesiástico para llamar a la rebelión contra el gobierno. Las palabras del Papa, sordo a los acontecimientos que afectaban a sus obispos, sonaron ominosamente parecidas a aquel “silencio” ordenado por Wojtyla a las madres de los caídos que pedían una oración por sus hijos asesinados por los contras. Y Bergoglio ha perdido una oportunidad histórica de reconciliarse con la historia nicaragüense.

Rolando Álvarez no es un preso de conciencia ni una víctima del choque entre las instituciones y la subversión, sino un actor activo en el proceso de reorganización de la derecha armada golpista. Se le ofreció la posibilidad de abandonar Nicaragua en el mismo vuelo que los golpistas emigrantes, pero se negó a marcharse, porque pretende jugar su partida personal al filo de la vocación de falso martirio, que siempre le ha apasionado.

Es difícil acusar a Nicaragua de falta de sensibilidad ante las razones de una Iglesia que quiere dedicarse al compromiso espiritual y pastoral. El Frente Sandinista siempre ha reconocido a la Iglesia un papel central en el acontecer político del país, aceptando o proponiendo su papel mediador y reconociendo su utilidad social y la necesidad de apoyarla. Y ello a pesar de que la historia de la Iglesia nicaragüense nunca ha brillado por el progresismo, ni mucho menos.

Esto es lo que surge al desandar las vicisitudes políticas e históricas de la iglesia nicaragüense, que primero fue fiel aliada y cómplice de la dinastía Somoza, luego aliada de la contrarrevolución que derramó sangre inocente durante la primera década revolucionaria y cabecilla del golpe de Estado en esta tercera etapa de la RPS. Una continuidad absoluta entre Wojtyla y Bergoglio vía Ratzinger; tres papas para una sola política. Es evidente cómo el sandinismo genera una hostilidad total y permanente en las altas esferas vaticanas. Y esto no tiene nada que ver con las relaciones entre las jerarquías y el FSLN, con este último demasiado generoso en el reconocimiento de roles a quienes no deberían tener otros que los espirituales. Tampoco puede equipararse a la genérica hostilidad ideológica que la Iglesia muestra hacia los gobiernos verdaderamente de izquierda, o sea los que transforman y no hacen maquillajes.

Con Nicaragua, las cuestiones son más graves y más serias porque son ideológicas y prácticas al mismo tiempo: tienen que ver con la conjugación declarada y practicada por el sandinismo de cristianismo y revolución desde 1979. El apoyo a la Teología de la Liberación y a todas las formas de expresión de la Iglesia de los Pobres y de la Iglesia de la Disidencia, así como la asignación de un papel político a los sacerdotes, ha cavado un surco profundo que nunca se ha podido salvar. Ciertamente, no es con la hipocresía de las relaciones diplomáticas que se liman las asperezas políticas, y el Vaticano consideraba y sigue considerando a la Nicaragua sandinista un proyecto peligroso en el plano ideológico; porque es laico pero no ateo, y porque valora y no penaliza, como doctrinalmente creen los marxistas puros, el papel de la religión en la elaboración del proyecto de liberación. El sandinismo se ha encargado de decir a los humildes que su fe no es incompatible con su redención, y que si los campesinos latinoamericanos se despojan de su secular resignación ante los poderosos escudados en la fe, entonces sí podrán expandirse los procesos revolucionarios y la estructura dominante del latifundio sufrirá una derrota profunda. Por ello, la Santa Iglesia Romana considera este planteamiento ideológico y político una amenaza letal para su sistema coercitivo, cerrado a toda transformación y al servicio exclusivo de las clases dominantes.

¿Y ahora qué?

Nicaragua es paciente, pero no es ciega ni sorda. Queriendo mantener unidas la paz y la soberanía del país, el comandante Ortega decidió tomar contramedidas, pero sin que parecieran una manifestación de laicismo radical o un deseo de enfrentamiento con la Iglesia, aunque siempre es enemiga y nunca aliada. De hecho, incluso después de la intentona golpista de 2018, Managua ofreció reiteradamente a la Santa Iglesia Romana disposición al diálogo a cambio de un giro brusco del Vaticano que brindara respeto a las reglas democráticas del país y la no injerencia en sus asuntos políticos por parte de las instituciones religiosas. Una posición tan sabia como justa la del Comandante, que reconoce en el principio de la separación de roles la condición de una convivencia posible.

Al Vaticano le preocupa lo que fue y lo que es ahora. Si antes de 2018, debido al índice de religiosidad de la población, la jerarquía eclesiástica había gozado de apoyo económico y de un papel permanente en el modelo de gobierno compartido, ya no es así. Porque en abril de 2018, para complacer los instintos reaccionarios de la Iglesia de Roma, la CEN optó por abandonar su papel de diálogo en favor de una confrontación abierta con el sandinismo. La jerarquía eclesiástica libró una guerra y fue derrotada.

El consenso del que goza también se ha visto decididamente reducido: los escándalos y el papel que desempeñó en el golpe de Estado han cavado un surco infranqueable entre los fieles y la jerarquía eclesiástica. La posición ahora dominante de las iglesias evangélicas y el paulatino abandono de miles y miles de creyentes tienen que ver precisamente con los reiterados escándalos políticos, financieros y sexuales en los que se han visto envueltos sacerdotes y jerarcas eclesiásticos. La pérdida de la posición hegemónica fue sin duda también producto del fin de la financiación estatal y de la pérdida del papel político, pero la reacción ante la cadena de errores y horrores era inevitable.

Ciertamente, ahora el peso específico de la CEN es decididamente nulo y las jerarquías eclesiásticas se encuentran en una crisis de papel y perspectiva. Además, es probable que la situación empeore aún más, ya que el gobierno podría proceder a reformas que condujeran a un perfil más laico del sistema jurídico y legislativo, acabando así con la historia de la influencia que durante décadas ha ejercido la Iglesia en el país.

Las palabras del Papa parecen confirmar cómo el Vaticano, en una repetición de su constante histórica -la de reclamar el poder espiritual para luego aspirar al poder temporal- ha decidido tomar en sus manos la dura oposición al gobierno sandinista. Con el fin de la apariencia neutral y el perfil exquisitamente religioso en favor de uno eminentemente político, pretende llenar el vacío dejado por el golpe de Estado que ha abandonado el país.

No es Managua la que trata de imponer un nuevo orden al Vaticano, sino que es el Vaticano el que trata de imponer, por consenso y por la fuerza, un cambio de modelo político en Nicaragua. Y esto, sencillamente, se llama injerencia indebida y nadie puede esperar que el gobierno nicaragüense se quede de brazos cruzados y acepte las intentonas ilegítimas de destituirlo. Managua tiene claras sus respectivas funciones y responsabilidades: a la Iglesia le corresponde proteger las almas, al sandinismo proteger los cuerpos.

Nicaragua no es la Polonia de 1980 y la disputa con Daniel y Rosario no es un juego de suma cero: quienes piensan ejercer presiones y amenazas, convencidos de que el peso del Vaticano puede doblegar a Managua, cometen un imperdonable error de juicio que condiciona negativamente el presente y el futuro de las posibles relaciones. Al escudarse en la espiritualidad para intentar obtener poder político, se corre el riesgo de acabar sin ninguna de las dos cosas.

Tomado de: Visión Sandinista

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