OPERACIÓN CHANCHERA


 Por Gabriel García Márquez

El plan parecía una locura demasiado simple. Se trataba de tomar el Palacio Nacional de Managua a pleno día y con sólo 25 hombres, mantener en rehenes a los miembros de la Cámara de Diputados y obtener como rescate la liberación de todos los presos políticos.

El Palacio Nacional, un viejo y desabrido edificio de dos pisos con ínfulas monumentales, ocupa una manzana entera, con sus numerosas ventanas en sus costados y una fachada con columnas de partenón bananero hacia la desolada plaza de la República. Además del Senado, en el primer piso, y la Cámara de Diputados, en el segundo, allí funcionan el Ministerio de Hacienda, el Ministerio de Gobernación y la Dirección General de Ingresos, de modo que es el más público y populoso de todos los edificios oficiales de Managua. Por eso hay siempre un policía con armas largas en cada puerta, dos más en las escaleras del segundo piso y numerosos pistoleros de ministros y parlamentarios por todas partes. En horas hábiles, entre empleados y clientes hay en los sótanos, las oficinas y los corredores no menos de tres mil personas. Sin embargo, la dirección del Frente Sandinista de Liberación Nacional (F. S. L. N.) no consideró que el asalto de aquel mercado burocrático fuera, en realidad, una locura demasiado simple, sino todo lo contrario: un disparate magistral.

Somoza, apoyado por Estados Unidos hasta 1981

En realidad, el plan lo había concebido y propuesto desde 1970 el veterano militante Edén Pastora, pero sólo se puso en práctica cuándo se hizo demasiado evidente que los Estados Unidos habían resuelto ayudar a Somoza a quedarse en su trono de sangre hasta 1981. «Los que especulan con mi salud, que no se equivoquen, había dicho el dictador después de su reciente viaje a Washington. «Otros la tienen peor», había agregado con una arrogancia muy propia de su carácter. 

Carter felicita a Somoza

Tres empréstitos de 40, 50 y 60 millones de dólares se anunciaron poco después. Por último, el propio presidente Cárter, de su puño y letra, rebasó la copa con una carta personal de felicitación a Somoza por una pretendida mejoría de los Derechos Humanos en Nicaragua. La dirección nacional del F.S.L tercerista, estimulada por el ascenso notable de la agitación popular, consideró entonces que era urgente una réplica terminante, y ordenó que se pusiera en práctica el plan congelado y tantas veces aplazado durante ocho años. Como se trataba de secuestrar a los parlamentarios del régimen se le puso a la acción el nombre clave de «Operación Chanchera». Es decir: el asalto a la casa de los chanchos.

Dos hombres y una mujer al frente

La responsabilidad de la operación recayó sobre tres militantes bien probados. El primero fue el hombre que la había concebido, que había de comandarla y cuyo nombre real parece un seudónimo de poeta en la propia patria de Rubén Darío: Edén Pastora. Es un hombre de cuarenta y dos años, con veinte de militancia muy intensa y con una decisión de mando que no logra disimular con su estupendo buen humor. Hijo de un hogar conservador, estudió el Bachillerato con los jesuitas y luego hizo tres años de Medicina en la Universidad de Guadalajara (México). Tres años en cinco, porque varias veces interrumpió las clases para volver a las guerrillas de su país, y sólo cuando lo derrotaban volvía a la escuela de Medicina. Su recuerdo más antiguo, a los siete años, fue la muerte de su padre, asesinado por la guardia nacional de Anastasio Somoza García. Por ser el comandante de la operación, de acuerdo con una norma tradicional del F.S.L.N sería distinguido con el nombre de «Cero».

Edad media de los guerrilleros: 20 años

25 muchachos completaban el comando. La dirección del F.S.L.N los escogió con mucho rigor entre los más resueltos y probados en acciones de guerra de todos los comités regionales de Nicaragua, pero lo que más sorprende en ellos es su juventud. Omitiendo a Pastora, la edad promedio del comando era de veinte años. Tres de sus miembros tienen dieciocho.

Los 25 miembros del comando se reunieron por primera vez en una casa de seguridad de Managua, sólo tres días antes de la fecha prevista para la acción. Salvo los tres primeros números ninguno de ellos se conocía entre sí, ni tenían la menor idea de la naturaleza de la operación. Sólo les habían advertido que era un acto audaz, con un riesgo enorme para sus vidas, y todos habían aceptado.

El único que había estado alguna vez dentro del Palacio Nacional era el comandante «Cero», cuando era muy niño y acompañaba a su madre a pagar los impuestos. Dora María, el número «Dos», tenía una cierta idea del Salón Azul donde se reúne la Cámara de los Diputados porque alguna vez lo había visto en la televisión. El resto del grupo no sólo no conocían el Palacio Nacional, ni siquiera por fuera, sino que la mayoría no había estado nunca en Managua. Sin embargo, los tres dirigentes tenían un plano perfecto, dibujado con un cierto primor científico por un médico del F.S.L.N y desde varias semanas antes de la acción conocían de memoria los pormenores del edificio como si hubieran vivido allí media vida.

CARNE DE MIEDO

El día escogido para la acción fue el martes 22 de agosto, porque la discusión del presupuesto nacional aseguraba una asistencia más numerosa. A las 9.30 de la mañana de ese día, cuando los servicios de vigilancia confirmaron que habría reunión dé la Cámara de Diputados, los 23 muchachos fueron informados de todos los secretos del plan y se le asignó a cada uno una misión precisa. Divididos en seis escuadras de a cuatro, mediante un sistema complejo pero muy eficaz, a cada uno le correspondió un número que permitía saber cuál era su escuadra y su posición dentro de ella.

El ingenio de la acción consistía en hacerse pasar por una patrulla de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería de la Guardia Nacional. De modo que se uniformaron de verde olivo, con uniformes hechos por costureras clandestinas en tallas medianas, y se pusieron botas militares compradas el sábado anterior en tiendas distintas. A cada uno le dieron un bolso de campaña con el pañuelo rojo y negro del F.S.L.N dos pañuelos de bolsillo por sí sufrían heridas, un foco de mano, máscaras y anteojos contra gases, bolsas plásticas para almacenar el agua de beber en caso de Urgencia, y una bolsa de bicarbonato para afrontar los gases lacrimógenos. En la dotación general del comando había, además, diez cuerdas de nailon de metro y medio para amarrar rehenes y tres cadenas con candados para cerrar por dentro todas las puertas del Palacio Nacional. No llevaban equipo médico porque sabían que en el salón azul había servicios y medicinas de urgencia. Por último, se les repartieron las armas, que de ningún modo podían ser distintas a las que usa la Guardia Nacional porque casi todas habían sido capturadas en combate. El parque completo eran dos subametralladoras Uzi, un G-3, un M-3, un M-2, 20 fusiles Garand. una pistola Browhing y 50 granadas. Cada uno disponía de 300 tiros.

Melenas fuera

La única resistencia que opusieron todos surgió a la hora de cortarse el cabello y afeitarse las barbas cultivadas con tanto esmero en los frentes de guerra. Sin embargo, ningún miembro de la Guardia Nacional puede llevar cabellos largos, ni barbas y sólo los oficiales pueden llevar bigotes. No había más remedio que cortar, y de cualquier mariera porque el-JF.S. L. N. no tuvo a última hora un peluquero de confianza. Se peluquearon los unos a los otros. A Dora María, una compañera resuelta le trasquiló de dos tijeretazos su hermosa cabellera de combate, para que no se viera que era una mujer con boina negra.

Comienza la sesión en la Cámara de diputados

A las 11:50 de la mañana, con el retraso habitual, la Cámara de Diputados inició la sesión en el salón azul. Sólo dos partidos forman parte de ella: el liberal, que es el partido oficial de Somoza, y el partido conservador, que Juega el juego de la oposición leal. Desde la gran puerta de cristales de la entrada principal se ve la bancada liberal a la derecha, y la bancada conservadora a la izquierda. Al fondo, sobre un estrado, está la larga mesa de la Presidencia. Detrás de cada bancada hay un balcón para las barras de cada partido y una tribuna para los periodistas; pero el balcón de las barras conservadoras está cerrado desde hace mucho tiempo, mientras que el de los liberales está abierto y siempre muy concurrido por partidarios a sueldo.

Aquel martes estaba mis concurrida que de costumbre y había, además, unos veinte periodistas en la tribuna de Prensa. Asistían casi todos los diputados y dos de ellos valían su peso en oro para el F.S.L.N.: Luis Palláis Debayte, primo hermano de Anastasio Somoza, y José Somoza Ábrego, hijo del general José Somoza, que es medio hermano del dictador.

Audaz entrada de los guerrilleros

El debate sobre el presupuesto había comenzado a las 12:30 A.M  cuando dos camionetas Ford pintadas de verde militar, con toldos de lona verde y bancas de madera en la parte posterior, se detuvieron al mismo tiempo frente a las dos puertas laterales del Palacio Nacional. En cada una de las puertas, como estaba previsto, había un policía armado con una escopeta, y ambos estaban bastante acostumbrados a su rutina para darse cuenta de que el verde de las camionetas era mucho más brillante que el de la Guardia Nacional. Rápidamente, con ruidosas órdenes militares, de cada una de las camionetas descendieron tres escuadras de soldados.

El primero que bajó fue el comandante «Cero», frente a la puerta oriental, seguido por tres escuadras. La última estaba comandada por el número «Dos»: Dora María. Tan pronto como saltó a tierra, «Cero» gritó con su voz recia y bien cargada de autoridad:

—¡Apártense! ¡Viene el jefe!

El policía de la puerta se hizo a un lado de inmediato y el «Cero» dejó a uno de sus hombres montando guardia a su lado. Seguido por sus hombres subió la amplia escalera hasta el seguido piso, con los mismos gritos bárbaros de la Guardia Nacional cuándo se aproxima Somoza, y llegó hasta donde estaban otros dos policías con revólveres y bolillos. «Cero» desarmó a uno y la «Dos» desarmó al otro con el mismo grito paralizante:

—¡Viene el jefe!

Allí quedaron apostados otros dos guerrilleros. Para entonces la muchedumbre de los corredores había oído los gritos, había visto a los guardias armados y había tratado de escapar. En Managua es casi un reflejo social: cuando llega Somoza todo el mundo huye.

Muere el capitán de la Guardia Nacional

«Cero» llevaba la misión específica de entrar en el salón azul y mantener a raya a los diputados sabiendo que todos los liberales y muchos de los conservadores estaban armados. La «Dos» llevaba la misión de cubrir esa operación frente a la gran puerta de cristales, desde donde dominaba, abajo, la entrada principal del edificio. A ambos lados de la puerta de cristales habían previsto encontrar dos policías con revólveres.

Abajo, en la entrada principal, que era una verja de hierro forjado, había dos hombres armados con una escopeta y una subametralladora. Uno de ellos era un capitán de la Guardia Nacional. 

«Cero» y la «Dos», seguidos por sus escuadras, se abrieron paso por entre la muchedumbre despavorida hasta la puerta del salón azul, donde se llevaron la sorpresa de que uno de los policías tenía una escopeta. ¡Viene el jefe!, volvió a gritar «Cero», y le arrebató el arma. El «Cuatro» desarmó al otro, pero los agentes fueron los primeros en comprender que aquello era un engaño y escaparon por las escaleras hacia la calle. Entonces, los dos guardias de la entrada dispararon contra los hombres de la «Dos», y éstos respondieron con una descarga de fuego cerrado. El capitán de la Guardia Nacional quedó muerto en el acto y el otro guardia quedó herido. La entrada principal, por el momento, quedó desguarnecida, pero la «Dos» dejó a varios hombres, tendidos para protegerla.

Al oír los primeros tiros, como estaba previsto, los sandinistas apostados en las puertas laterales desarmaron y pusieron en fuga a los policías, cerrando las puertas por dentro con cadenas y candados, y corrieron a reforzar a sus compañeros por entre una muchedumbre que corría sin dirección acosada por él pánico.

La «Dos», mientras tanto, pasó de largo frente al salón azul y llegó hasta el extremo del corredor donde estaba el bar de los diputados. Cuando empujó la puerta con la carabina M-1, dispuesta a disparar, sólo vio un montón de hombres tendidos y apelotonados en la alfombra azul. Eran diputados dispersos que se habían tirado a tierra al oír los primeros disparos; sus guardaespaldas, creyendo que en efecto se trataba de la Guardia Nacional, se rindieron sin resistencia.

Diputados: La carne del miedo

«Cero» empujó entonces con el cañón del G-3 la amplia puerta de vidrios esmerilados del salón azul y se encontró con la Cámara de Diputados paralizada en pleno: 49 hombres lívidos mirando hacia la puerta con una expresión de estupor.

Temiendo ser reconocido, porque algunos de ellos habían sido sus condiscípulos en la escuela de los Jesuitas, «Cero» soltó una ráfaga de plomo contra el techo, y gritó: 

—¡La guardia! ¡Todo el mundo a tierra!

Todos los diputados sé tiraron al suelo detrás de los pupitres salvo Palláis Debayle, que estaba hablando por teléfono en la mesa de la Presidencia y se quedó petrificado. Más tarde, ellos mismos habían de explicar el motivo de su terror: pensaron que la Guardia Nacional había dado un golpe contra Somoza, y que venían a fusilarlos.

LAS VACILACIONES DE SOMOZA

En el ala oriental del edificio, el número «Uno» oyó los primeros disparos cuando ya sus hombres habían neutralizado a los dos policías del segundo piso y él se dirigía hacia el fondo del corredor, donde estaba el Ministerio de Gobernación.» Al contrario de las escuadras de «Cero» las del número «Uno» entraron en formación marcial y se iban quedando en el camino para cumplir las misiones asignadas. 

La escuadra tercera, comandada por el número «Tres», empujó la puerta del Ministerio de la Gobernación en el momento en que resonó en el edificio la ráfaga de plomo de «Cero». En la antesala del Ministerio se encontraron con un teniente y un capitán de la guardia nacional, guardaespaldas del ministro, que al oír los disparos se aprestaban a salir. La escuadra de «Tres» no les dio tiempo a disparar. Luego empujaron las puertas del fondo, se encontraron en un despacho mullido y refrigerado y vieron detrás del escritorio a un hombre de unos cincuenta y dos años, muy alto y un poco cadavérico, que levantó las manos sin que nadie se lo ordenara. Era el agrónomo José Antonio Mora, ministro de Gobernación y sucesor de Somoza por designación del Congreso. Se rindió sin saber ante quien, aunque llevaba en el cinto una pistola Browning y cuatro cargadores repletos en los bolsillos.

Impresión inicial: fracaso

El «Uno», mientras tanto, había llegado hasta la puerta posterior del Salón Azul, saltando por encima de los montones de hombres y mujeres que estaban tirados en el suelo. Luego empujó la puerta y se quedó estupefacto: vio a «Cero» caminando hacia la mesa presidencial, mientras gritaba improperios con su voz de trueno, pero no vio a nadie más en el recinto. El «Uno» tuvo la impresión instantánea de que todo había fracasado. Lo mismo le ocurrió a la «Dos», que entró en ese momento por la puerta de cristales llevando con las manos en alto a los diputados que encontró en el bar. Sólo al cabo de un instante se dieron cuenta de que el salón les pareció desierto porque los diputados estaban tirados en el suelo detrás de los pupitres.

La operación duró tres minutos

Afuera, en ese instante, se oyó un breve tiroteo. «Cero» volvió a salir del salón y vio una patrulla de la guardia nacional al mando de un capitán que disparaban desde la puerta principal del edificio contra los guerrilleros apostados frente al Salón Azul. «Cero» les lanzó una granada de fragmentación y puso término al asalto. Un silencio sin fondo se impuso en el interior del enorme edificio, cerrado con gruesas cadenas de acero, donde no menos de 2.500 personas, pecho a tierra, se hacían preguntas sobre su destino. Toda la operación, como estaba previsto, había durado tres minutos exactos.

Somoza, en un callejón sin salida

Anastasio Somoza Debayle, el cuarto de la dinastía que ha oprimido a Nicaragua por más de cuarenta años, conoció la noticia en el momento en que se sentaba a almorzar en el sótano refrigerado de su fortaleza privada. Su reacción inmediata fue ordenar que se disparara sin discriminación contra el Palacio Nacional.

Así se hizo. Pero las patrullas militares no pudieron acercarse porque las escuadras sandinistas los rechazaban con un fuego intenso desde las ventanas de los cuatro costados. Durante quince minutos un helicóptero pasó echando ráfagas de metralla contra las ventanas y alcanzó a herir a un guerrillero en una pierna: el número 62.

Veinte minutos después que ordenara el asedio, Somoza recibió la primera llamada directa del interior del Palacio Nacional. Era su primo Palláis Debayle, que le transmitió el primer mensaje del F.S.L.N.: o paraban el fuego o empezaban a ejecutar rehenes, uno cada dos horas, hasta que se decidieran a discutir las condiciones. Somoza ordenó entonces suspender el asedio.

Los obispos intermediarios

Poco después, otra llamada de Palláis Debayle le informó a Somoza que el F.S.L.N proponía como intermediarios a tres obispos nicaragüenses: monseñor Obando y Bravo, arzobispo de Managua, que ya había sido intermediario cuando el asalto a la fiesta de somocistas en 1974; monseñor Manuel Salazar y Espinosa, obispo de León, y monseñor Leovigildo López Fitoria, obispo de Granada. Los tres, por casualidad, se encontraban en Managua en una reunión especial. Somoza aceptó. Más tarde, también a instancias de los sandinistas, se unieron a los obispos los embajadores de Costa Rica y Panamá.

Los sandinistas, por su parte, encomendaron la dura carga de las negociaciones a la tenacidad al buen juicio del número «Dos». Su primera misión, cumplida a las 2:45 de la tarde, fue entregarles a los obispos el pliego de condiciones. Pedían la libertad inmediata de todos los presos políticos; la publicación por todos los medios de los partes de guerra y de un comunicado político adjunto; él retiro de agentes armados a más de 300 metros del Palacio Nacional; aceptación de todo cuanto pedían los empleados en huelga del gremio hospitalario; diez millones de dólares y garantías para que el comando y los presos liberados viajaran a Panamá una vez logrado el acuerdo.

Veinte de los presos que se querían liberar estaban muertos

De modo que las conversaciones empezaron el mismo martes, continuaron toda la noche y culminaron el miércoles hacia las seis de la tarde. En ese lapso los negociadores estuvieron cinco veces en el Palacio Nacional, una de ellas a las tres de la madrugada del miércoles y, en realidad, no parecía vislumbrarse un acuerdo en las primeras veinticuatro horas.

La petición de que se leyeran por radio los partes de guerra y un largo comunicado político que el F.S.L.N había preparado de antemano resultaba inaceptable para Somoza. Pero otra le resultaba imposible: la liberación de todos los presos que estaban en la lista.

En realidad, en esa lista se habían incluido, con toda intención, 20 presos sandinistas que, sin duda, habían muerto en las cárceles, víctimas de torturas y ejecuciones sumarias, pero que el Gobierno se negaba a reconocer.

Responde Somoza

Somoza envió al Palacio Nacional tres respuestas escritas impecablemente en máquina eléctrica, pero todas sin firma y redactadas en un estilo informal plagado de ambigüedades astutas. Nunca hizo una contrapropuesta, sino que trataba de eludir las condiciones de los guerrilleros.

Desde el primer mensaje fue evidente que quería ganar tiempo, convencido de que 25 adolescentes no serían capaces de mantener a raya por mucho tiempo a más de 2.000 personas acosadas por la ansiedad, el hambre y el sueño. Por eso su primera respuesta, a las nueve de la noche del martes, fue un desplante olímpico: pedía veinticuatro horas para pensar. Sin embargo, en su segundo mensaje, a las 8:30 de la mañana del miércoles, había cambiado la arrogancia por las amenazas, pero empezaba a aceptar condiciones. La razón parecía clara: los negociadores habían recorrido el Palacio Nacional a las tres de la madrugada y habían comprobado que Somoza se equivocaba en sus cálculos. Los guerrilleros habían evacuado por iniciativa propia a las pocas mujeres embarazadas y a los niños, habían entregado por medio de la Cruz Roja a los militares muertos y heridos, y el ambiente en el interior era ordenado y tranquilo. En el primer piso, en cuyas oficinas se habían concentrado los empleados subalternos, muchos dormían en paz en sillones y escritorios y otros se dedicaban a pasatiempos inventados. No había la menor señal de hostilidad, sino todo lo contrario, contra los muchachos uniformados que cada cuatro horas hacían una inspección del recinto. Más aún, en algunas de las oficinas públicas habían preparado café para ellos y muchos de los rehenes les habían expresado su simpatía y solidaridad, incluso por escrito, y habían pedido permanecer allí de todos modos como rehenes voluntarios. 

LA RENDICIÓN DE SOMOZA

En el Salón Azul, donde habían concentrado a los rehenes de oro, los negociadores habían podido observar que el ambiente era tan sereno como en el primer piso. Ninguno de los diputados había ofrecido la menor resistencia, los habían desarmado sin dificultad y a medida que pasaban las horas se notaba en ellos un rencor creciente contra Somoza por la demora de los acuerdos. Los guerrilleros, por su parte, se mostraban seguros y bien educados, pero también muy resueltos. Su réplica a las ambigüedades del segundo documento fue determinante: si dentro de cuatro horas no había respuestas definitivas empezarían a ejecutar rehenes.

Somoza debió comprender entonces la vanidad de sus cálculos y concibió el temor de una insurrección popular, cuyos síntomas empezaban a vislumbrarse en distintos lugares del país. De modo que a la 1:30 de la tarde del miércoles, en su tercer mensaje, aceptó la más amarga de las condiciones: la lectura del documento político del F.S.L.N a través de todas las emisoras del país. A las seis de la tarde, después de dos horas y media, la transmisión había terminado.

Cede el dictador

Aunque todavía no se llegaba a ningún acuerdo, la verdad parece ser que Somoza estaba dispuesto a capitular desde el mediodía del miércoles. En efecto, a esa hora los presos de Managua habían recibido órdenes de preparar sus maletas para viajar. La mayoría estaban enterados de la acción por los propios guardianes, y muchos de éstos, en distintas cárceles, les expresaron sus simpatías secretas. En el interior del país los presos políticos estaban siendo conducidos a Managua desde mucho antes de que se vislumbrara un acuerdo.

Panamá y Venezuela ofrecen su ayuda

A esa misma hora los servicios de seguridad de Panamá le informaron al general Omar Torrijos que un funcionario nicaragüense de mediano nivel quería saber si él estaría dispuesto a enviar un avión para los guerrilleros y los presos liberados. Torrijos estuvo de acuerdo. Minutos después recibió una llamada del presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez, quien estaba muy al corriente de las negociaciones, notablemente preocupado por la suerte de los sandinistas y quería coordinar con su colega de Panamá la operación del transporte. Esa tarde el Gobierno panameño alquiló un Electra comercial de la Compañía Copa, y Venezuela mandó un Hércules inmenso. Ambos aviones esperaron en el aeropuerto de Panamá, listos para decolar el final de las negociaciones. 

Los guerrilleros, al límite de sus fuerzas

Culminaron, en realidad, a las cuatro de la tarde del miércoles y a última hora trató Somoza de imponer a los guerrilleros un plazo de tres horas para abandonar el país; pero éstos se negaron, por razones obvias, a salir de noche. Los diez millones de dólares fueron reducidos a 500.000, pero el F.S.L.N decidió no discutir más: primero porque el dinero era de todos modos una condición secundaria, pero en especial porque los miembros del comando empezaban a dar peligrosas señales de cansancio después de dos días sin dormir y sometidos a una presión intensa; Los primeros síntomas graves los notó en sí mismo el comandante «Cero», cuando descubrió que no lograba concebir la ubicación del Palacio Nacional dentro de la ciudad de Managua.

Poco después el número «Uno» confesó que había sido víctima de una alucinación: creyó oír que pasaban trenes irreales por la plaza de la República. Por último, «Cero» observó que la número «Dos» había empezado a cabecear y que en un pestañeo instantáneo estuvo a punto de soltar la carabina. Entonces comprendió que era urgente terminar aquel drama que había de durar, minuto a minuto, cuarenta y cinco horas. 

El jueves, a las 9:30 de la mañana, 25 sandinistas, cinco negociadores y cuatro rehenes abandonaron el Palacio Nacional con rumbo al aeropuerto. Los rehenes eran los más importantes: Luis Palláis Debayle, José Somoza, José Antonio Mora y el diputado Eduardo Chamorro. A esa hora, 60 presos políticos de todo el país estaban a bordo de los dos aviones llegados de Panamá, donde todos habían de pedir asilo pocas horas después. Sólo faltaban, por supuesto, los 20 que nunca más se podrían rescatar.

Entusiasmo popular por la victoria sandinista

Los sandinistas habían puesto como condiciones finales que no hubiera militares a la vista ni ninguna clase de tráfico en la ruta del aeropuerto. Ninguna de las condiciones se cumplió porque el Gobierno echó la guardia nacional a las calles para impedir cualquier manifestación de simpatía popular. Fue un intento vano. Una ovación cerrada acompañó el paso del autobús escolar. Las gentes se echaban a la calle para celebrar la victoria y una larga fija de automóviles y motocicletas cada vez más numerosa y entusiasta lo siguió hasta el aeropuerto.

El diputado Eduardo Chamorro se mostró asombrado de aquella explosión de júbilo popular. El comandante «Uno», que viajaba a su lado, le dijo con el buen humor del alivio:

—Ya ve, esto es lo único que no se puede comprar con plata.


Así concluyó la serie de reportajes que firmó Gabriel García Márquez en exclusiva para la agencia Efe y que publicó ABC sobre el 22 de agosto de 1978.

 

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