Gaspar García Laviana, sacerdote, guerrillero y poeta
Xabier F. Coronado
Hay vidas que discurren de tal manera que van dejando detrás
de ellas un reguero de pólvora. Ese rastro queda ahí, en el camino recorrido, a
la espera de una chispa que lo prenda. Cuando esto sucede se produce una
explosión, un fulgor que se expande y el ejemplo de esa existencia trasciende.
La repercusión que genera a veces no traspasa el ámbito familiar o local, pero
otras la onda expansiva se multiplica y provoca un fenómeno social.
La
vida y la obra de Gaspar García Laviana (Asturias 1941-Nicaragua 1978) es uno
de esos ejemplos. Su muerte fue el detonante que hizo explotar la luz que
iluminó toda su existencia. En México no es muy conocida la vida de este
sacerdote que moría empuñando un fusil en Nicaragua. Gaspar murió en un
enfrentamiento con la Guardia Nacional, el grupo policíaco-militar que
mantenía, a base de terror e impunidad, la dictadura de Anastasio Somoza.
Pero
¿quién era Gaspar?, ¿qué circunstancias le habían llevado hasta ese momento
definitivo en que perdía la vida luchando por una causa revolucionaria?
Gaspar
García Laviana había nacido treinta y siete años atrás, en Les Roces, Asturias,
un lugar muy lejano del terreno donde se escondía aquella húmeda madrugada de diciembre
con un grupo de compas que estaban bajo su mando. Su padre
era minero, había pasado cuarenta años de su vida en la mina y Gaspar, a pesar
de empuñar un arma y luchar en una guerra real, era sacerdote. Un misionero que
había tomado la decisión de matar y morir por una causa justa, la liberación
del pueblo al que había entregado los últimos años de su vida: “Vine a
Nicaragua desde Asturias, mi tierra natal, a ejercer el sacerdocio como
misionero hará unos nueve años. Me entregué con pasión a mi labor de apostolado
y pronto fui descubriendo que el hambre y la sed de justicia del pueblo
deprimido y humillado, al que yo he servido como sacerdote, reclamaba, más que
el consuelo de las palabras, el consuelo de la acción.”
Un
cura que se hizo guerrillero y dejó escritas las razones de su lucha en una
carta a sus compañeros de congregación en diciembre de 1977: “Yo no puedo
callar ante esta situación, porque estaría contribuyendo a sostener el gobierno
brutal de Somoza.” El texto concluye con un párrafo donde se mezclan el
espíritu misionero con la necesidad de la lucha revolucionaria: “El somocismo
es pecado y liberarnos de la opresión es librarnos del pecado. Y con el fusil
en la mano, lleno de fe y amor por el pueblo nicaragüense, he de combatir hasta
mi último aliento por el advenimiento del reino de la justicia en nuestra
patria. ¡Patria libre o morir!”
Esta
trascendente decisión fue tomada por Gaspar en la primavera de 1977 cuando,
después de sufrir varios atentados, tuvo que huir de Nicaragua perseguido por
la Guardia Nacional.
Gaspar moría la madrugada del 11 de diciembre de 1978 en
Nicaragua, su país de adopción, en un carrizal junto al río Mena, en el
municipio de Cárdenas, muy cerca de la frontera con Costa Rica. En ese momento
es probable que toda su vida se reflejara en una última visión antes de
abandonar este mundo. Si así fue, seguro que recordó su infancia en Asturias,
su formación en el seminario, los años en La Rioja donde estudió Filosofía y
Teología, los primeros trabajos de organización social formando una cooperativa
para la construcción de viviendas en un barrio habitado por inmigrantes, los
estudios de sociología en Madrid que completaron su formación universitaria, la
alegría de oficiar su primera misa en 1966, los cuatro años en Madrid ejerciendo
como sacerdote en un barrio obrero donde también trabajaba de carpintero para
conocer mejor las condiciones laborales en que vivían sus feligreses, su sueño
de ser misionero, el viaje a Nicaragua, la dura realidad social
centroamericana, sus colaboradores y amigos, la alegría del trabajo compartido,
los contactos con el Frente Sandinista y su primer nombre revolucionario: Ángel,
la formación clandestina de los jóvenes que le iban a acompañar en la lucha, el
rescate de las niñas del prostíbulo, la creación de escuelas, el acoso de la
guardia somocista, el exilio en Costa Rica en campamentos de la guerrilla
sandinista, su segundo nombre clandestino: Miguel, los meses de
entrenamiento en Cuba, su ascenso a comandante, el comandante Martín,
la toma de Rivas que dirigió junto a Edén Pastora, el enfrentamiento definitivo
con la guardia...
Es muy
probable que todo esto pasara como una película por la mente de Gaspar, toda la
recapitulación de su vida en un último y definitivo poema. Porque Gaspar,
además de sacerdote y guerrillero, era poeta, y sus poemas circulaban de mano
en mano entre los guerrilleros del Frente Sur: “A morir/ a morir guerrillero/
que para subir al cielo/ hay que morir primero” (A corazón abierto,
Madrid, 2007).
Una
existencia de solidaridad plena, dedicada por entero a sus semejantes, y una
muerte que tuvo la importancia de ser el detonante para conseguir el triunfo
sandinista: “La muerte de Gaspar fue el impulso que nos llevó a la victoria.”
(Daniel Ortega).
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