Dolores de Francia
Por: Fabrizio Casari*
Un muerto, 1300
detenciones, ciudades en llamas, 45.000 policías en las calles. Se anulan actos
y mítines de todo tipo, se cancela un concierto en el Stade de France, se
prohíben todas las manifestaciones públicas en las prefecturas de Marsella,
Lyon y Burdeos, en Grenoble, Estrasburgo, Toulouse y Montpellier. Un balance
impresionante, casi una ecatombe.
Estas cifras y
estas prohibiciones relatan el escenario en el que nació y maduró la revuelta
de la mejor Francia. El asesinato en Nanterre de Nahel, de 17 años, a manos de
policías franceses que le habían disparado en un control, provocó días de
furiosos enfrentamientos entre sectores enteros de la población y la policía
francesa. Siguiendo la tradición, los agentes habían difundido una versión que
negaba por completo la verdad del incidente. Una mentira. Un vídeo, grabado por
algunos transeúntes, mostraba de forma inequívoca la total responsabilidad de
los policías que apuntaron con sus armas a la cara de un chaval de 17 años que
conducía un coche y que pensaba que estaba haciendo cualquier cosa menos
lanzarse contra los agentes. Fue una ejecución a sangre fría por parte de un
policía que nunca debió tener un uniforme, una pistola reglamentaria y la
impunidad como condena para someter a cualquiera que se interpusiera en su
camino.
Los
enfrentamientos se produjeron cuando se confirmó la acción policial,
confirmando su reputación de violenta y racista. Una policía hija y nieta de
una Francia profundamente reaccionaria, nostálgica del bonapartismo y
convencida de tener una deuda con la historia.
Francia tiene un
problema grave y no nuevo con la policía, la violencia y la autodefensa. En
2022, trece personas murieron a manos de la policía por negarse a cumplir una
orden, el refus d'obtempérer (negativa a obedecer). La ONU también intervino, y
Ravina Shamdasani, portavoz del Alto Comisionado para los Derechos Humanos,
declaró: "Es hora de que Francia aborde seriamente los problemas
profundamente arraigados de discriminación racial entre las fuerzas policiales.
No es casualidad
que la peor expresión del colonialismo fascista, es decir, Marie Le Pen,
presidenta fracasada e hija de un torturador francés en la guerra de Argelia,
intentara defender al policía tratando de argumentar defensa propia: sus
palabras fueron inmediatamente desmentidas por las grabaciones y vídeos del
incidente, obligándola a un silencio más respetuoso. Le Pen no sólo expresa la
posición de su Frente Nacional, sino también la de un conservadurismo que se
identifica con el verbo reaccionario de restaurar el orden a cualquier precio.
De ese impulso represivo que destruye el síntoma pensando curar la enfermedad.
El presidente
Macron, que fue duramente criticado por el líder de la izquierda francesa
Jean-Luc Melenchón por no condenar la violencia policial con la contundencia
adecuada, pidió a las familias francesas que mantuvieran a sus hijos en casa.
Pero primero debería haberse disculpado ante la opinión pública por otro
comportamiento criminal de su policía y después haber dejado claro que no
habría indulgencia para el autor. Al menos, sin embargo, no hizo como el
entonces Presidente Nicolas Sarkozy, que en 2005 llamó "racailles"
(alborotadores) a los manifestantes y prendió fuego a los disturbios. Mientras
tanto, se resiste a promulgar el estado de excepción, una medida que amplía
desproporcionadamente los poderes de las fuerzas policiales. No por aflato
democrático, sino para no tener que admitir la amplitud y profundidad, de ahí
su ingobernabilidad parcial, de una fractura social y generacional que hace
evidente a todos el fracaso del sistema ultraliberal.
En el que en
cambio yace como un ratón en el queso esa Francia rica, blanca y poderosa,
viviendo, prosperando y disfrutando: un vestigio de colonialismo, la máscara de
una política exterior que habla de territorios de ultramar mientras devuelve al
mar a los de esos territorios. Los vacilantes y biempensantes se sienten
herederos de los que un día alardearon de poder hinchando el pecho y las
cañoneras en la contienda con los británicos por el dominio de Europa, y ahora
entierran bajo la proclamación del estado de excepción la arrogancia de los
primeros de su especie, como académicos de la democracia y dispensadores de
firmeza y estatalidad.
Inmersos en el
racismo, a medio camino entre Vichy y Le Pen, huérfanos de Argelia y Túnez,
nostálgicos de la época colonial, los hombres fuertes parisinos encontraron
ruidos útiles para apoyarse. El léxico del racismo y del clasismo hablaba con
entusiasmo de Eric Zemmour, Michel Huellebeq y Marie le Pen. Es en estos minus
habens que los ricos de Francia han encontrado su representación más profunda,
su estructura de valores, basada en el rechazo y el miedo, en querer mantener
intacta la existencia de una casta que se resiste a la desaparición de la
Francia "blanca y cristiana", a la "contaminación étnica".
A eso llaman integración.
Los
enfrentamientos en todas partes revelan el peso y la profundidad de una falla
tan larga y tan ancha como todo el país, quizá la mayor concentración de
desigualdades entre los europeos. La vergonzosa riqueza de Francia, blanca y
refinada, que compra media Europa frente a una pobreza espantosa en casa, que
exhibe su lujo vacilante como resultado de la indigencia de todos aquellos que
son sus víctimas directas e indirectas. Un apartheid social, racial, cultural e
incluso religioso, que se cuece a fuego lento en las banlieues sin derecho a
hablar y que deja los mejores barrios de París a la narrativa oficial.
En estas
banlieues, a pocos kilómetros del charme, en el corazón de la Francia opulenta
y presuntuosa, viven las víctimas de la inmigración forzosa, el nuevo
subproletariado francés que vive en Francia pero no vive en ella. Aquellos que,
como se hubiera dicho alguna vez, "no tienen nada que perder salvo sus
cadenas".
No hay espacio en
la agenda política nacional para el reconocimiento de esta fractura y las
respuestas sólo llegan en clave represiva, flanqueadas por unas cuantas
limosnas que querrían asumir los rasgos de las políticas integradoras. Hay una
incomprensión total de un hecho que ya es ineludible: esta parte de Francia,
tal vez atraída por la desesperación ante las respuestas idiotas del
radicalismo islámico, sin duda vinculada a sus países de origen como Marruecos
o Túnez, es ante todo la Francia vivida contra la Francia representada. No sólo
hay odio hacia quienes les mantienen al margen del discurso social y político,
también hay indiferencia hacia el choque político y social clásicamente
entendido. No es casualidad que no participaran en la lucha de los chalecos
amarillos, aunque la carga de protesta contra el orden social fuera fuerte;
porque no es la lucha por las pensiones la que moviliza a los que no tienen
trabajo y, por tanto, no tendrán pensiones.
En esos
enfrentamientos, en el fin del miedo a una policía violenta y racista, está
toda la repetida extrañeza al juego de la política, en la ausencia de
representatividad que difunda y defienda sus razones. Que rompa el silencio
sobre un sistema que declara el fin del trabajo y el crecimiento de los
beneficios, y que les vaticina un futuro imposible. Entonces no hay razón para
integrarse y la civilización que proponen los amortiguadores sociales huele a
metadona. De ahí el rechazo del ágora y la escrupulosa elocuencia que
interrumpe las tres comidas aseguradas: es la indiferencia general y la
alienación total lo que les mueve. Su Marsellesa se canta con cócteles molotov
y piedras.
El funeral de un
chavalo inocente, declarado para siempre hijo de toda una nación, se ha
celebrado dentro y fuera de la mezquita de Nanterre y ha declarado superfluos
agentes, prohibiciones, amenazas y promesas. Con el estado de emergencia
delante y lo que queda de la grandeur detrás, los sueños de esta Francia
saciada y arrogante se hacen añicos sobre las rocas del Magreb que habita su
corazón enfermo.
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